Enrique Morente, el gran cantautor

Si hace unos días proponíamos como uno de nuestros destinos preferidos  viajar estas Navidades a Granada, poniendo especial énfasis en el barrio del Albaicín, no podíamos imaginar en aquellos momentos que la ciudad y, en especial, uno de sus barrios más emblemáticos, estaban a punto de perder a una de sus señas de identidad más auténtica, más carismática, más racial: Enrique Morente.

El Albaicín es uno de esos rincones de Granada llenos de “duende”, un lugar en el que el silencio sólo se rompe por el canto de los pájaros, el repiqueteo del agua en alguna fuente cercana, el murmullo de la ciudad a los pies del laberíntico Albaicín, o por el sonido lejano del rasgar de una guitarra.

Un lugar lleno de encantos que en sí mismos son arte en estado puro, arte como el que Enrique Morente sabía modelar como nadie, inspirado en esa fuente que era su barrio, un barrio con identidad y personalidad propia, que mira desde lo alto a la ciudad de Granada y frente a frente a La Alhambra, con el orgullo del que, desde la humildad, atesora sin embargo un pasado grandioso, origen mismo de la propia Granada, algo que, sin duda, ha de marcar y marca a un barrio que vio nacer a Enrique Morente, algo que, a su vez, no hay duda de que marcó a este artista que se nos ha ido, a este genio del Flamenco que, como su Albaicín, ostentaba el orgullo del creador desde la humildad, una humildad de la que hacía gala tanto dentro como fuera de los tablaos.

Efectivamente, como suele ocurrir por lo demás en Granada, Enrique Morente era humilde, sencillo, cercano, lo que, tal vez, contribuyó a que se convirtiera en toda una leyenda del Flamenco. Y es que sus orígenes así lo eran, tanto en lo familiar como en lo artístico: nacido en una familia humilde, en la España de la posguerra, mecido por aquellas cuestas del Albaicín sin asfaltar en las que de niño correteaba amamantándose en el ambiente flamenco que le rodeaba, un ambiente del que, sin embargo, su familia no participaba demasiado, una familia sin raíces flamencas lo cual, sin embargo, no fué problema para que el pequeño Enrique se impregnara de ese ambiente embriagador que es el del Flamenco.

El propio Enrique Morente, recordando su infancia, decía que él cantaba por una extraña fuerza de la naturaleza, ya que sus raíces estaban huérfanas de ese pretendido pedigrí que acompaña a artes tan raciales como a los Toros o al propio Flamenco, ambientes cerrados en demasía en los que el llamado “purismo” se suele convertir en una especie de círculo cerrado que veta a quienes carecen de una herencia de sangre que marca y marcará a generaciones, determinando quién entra y quién no en ese mundo mágico, exclusivo sólo para determinadas líneas de sangre.

Tal vez por ello Enrique Morente hubo de aprender ese a entrar en ese mundo desde bien pequeño, desde la afición que le hizo ir a Madrid a los quince años de edad recorriendo las noches flamencas de la capital de tablao en tablao, empapándose de un arte que se le mostraba en ambientes de culto, oscuros y a media luz, donde se amamantaba de los maestros más puros, como “Pepe el de la Matrona” o el mismísimo Don Antonio Chacón, iconos del Flamenco que vieron en aquel chaval venido de Granada un diamante en bruto, más por su humildad, respeto, interés e ingenio que por su registro, algo que le fue valiendo con los años un pequeño rinconcito al que por entonces comenzó a conocerse como “Enrique el granaíno”.

Poco a poco, Enrique Morente fue ampliando ese rinconcito que se hizo en el mundo del Flamenco, desde la ortodoxia, desde ese “purismo” en el que se amamantó con los más grandes, con los Maestros del Flamenco, desde “Aurelio de Cádiz”, quien despertara en él los primeros amores por ese mundo allá en Granada, hasta el gran Don Antonio Chacón, Maestros que forjaron en Enrique unas bases sólidas, indestructibles, que le sirvieron de guía en su crecimiento personal y artístico, hasta el punto de que España se quedaba pequeña para su talento, por lo que, como otros granadinos insignes, destacando en este punto, cómo no, Federico García Lorca, decidió emigrar a la ciudad multicultural por excelencia, la ciudad en la que todas las manifestaciones artísticas tienen cabida y a la que quien quiera ser grande en esto del arte y la cultura ha de viajar: Nueva York.

Efectivamente, Enrique Morente vivió, como otros, la experiencia americana en una ciudad que lo acogió con los brazos abiertos, ofreciéndole la posibilidad de experimentar y de crecer, descubriéndole al tiempo otros mundos y horizontes artísticos que iban más allá del encorsetado “purismo” y la ortodoxia del Flamenco.

La experiencia americana de Morente supuso un cambio radical en la mentalidad del artista, en su forma de entender el Flamenco, un cambio que, sin embargo, no le hizo renunciar a las sólidas bases de la ortodoxia sobre las que se cimentó su aprendizaje. Morente descubrió una nueva forma de pensar, de crear, de experimentar que le llevó a fusionar el Flamenco más puro con otros estilos, con otras experiencias; Morente no se conformaba con interpretar a otros, sino que buscaba crear algo nuevo y original, pero siempre respetando la base más ortodoxa en la que se forjó su arte.

Obviamente, este estilo genuino de Enrique Morente le granjeó no pocas críticas por los llamados “puristas”, de la misma forma que otros creadores artísticos también lo fueron por innovar, por intentar crear y hacer evolucionar su arte, de acercarlo al gran público como hiciera Morente, de permitir que la belleza intrínseca de un arte secular como el Flamenco no pereciera en su propio encanto, en su magia y, hasta cierto punto, aislamiento y endogamia que siempre acompañan a los ambientes artísticos y culturales más raciales.

Efectivamente, Enrique Morente fue blanco de numerosas críticas y desprecios, críticas y desprecios paralelos al aumento de su popularidad entre el gran público, el cual se acercaba de la mano de Morente a un arte hasta entonces encerrado en los cenáculos de grupos reducidos, un terreno vedado, vetado y exclusivo sólo para los entendidos que veían en el naciente concepto de “fusión” que introducían artistas como Morente una especie de “traición” al Flamenco, una profanación de sus secretos más sagrados, una alteración de sus estrictas reglas imperdonable que hacía peligrar, decían, las esencias mismas del Flamenco.

Sin embargo, el progresivo éxito de Enrique Morente no era flor de un día, no era fruto de la improvisación que gusta esporádicamente al gran público gracias a una potente campaña publicitaria, sino que era el fruto de un trabajo de años, basado en las reglas más puras del Flamenco a partir de las cuales moldear nuevas creaciones que lo harán evolucionar, siempre con los pies en el suelo de la tradición, pero sin renunciar al impulso que ello podía suponer para creadores y genios como Enrique Morente.

Así, de sus primeros discos en la década de los 60 y los 70, Enrique Morente y su nombre fueron creciendo en los 80 gracias a espectáculos grandiosos dirigidos al gran público como “El loco romántico”, “Fantasía del cante Jondo para voz flamenca y Orquesta”, “Misa flamenca” o “La Celestina”, sin olvidar aquellos mano a mano como aquellos inolvidables encuentros que protagonizó con “Camarón”, espectáculos y encuentros siempre teniendo como escenario lugares incomparables como la mismísima Alhambra de Granada, el Olympia de París o la Casa Museo de Federico García Lorca, con puestas en escena que añadían fuerza estética al espectáculo, reforzando el contenido y su significado, transmitiendo al espectador todo el sentimiento de que el Flamenco es capaz, considerando que tan importante es la interpretación como el entorno y la puesta en escena para sumergir al público en la magia y encanto que el creador pretende.

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En la década de los 90 Enrique Morente ya era uno de los más grandes, continuando con su fusión de estilos, pero sin renunciar a la ortodoxia flamenca a la que siempre rindió tributo y de la que se consideró heredero, recibiendo al fin el reconocimiento del mundo del Flamenco en todas sus vertientes al convertirse en un gigante, en uno de los grandes promotores de este arte por todo el Mundo, recibiendo a tal efecto los mayores reconocimientos dentro y fuera de nuestras fronteras, como la “Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes” en 2006, reconocimientos que, sin embargo, nunca afectaron a su humildad natural, a su sencillez, a su cercanía a los demás, como no podía ser de otra forma siendo como era hijo del Albaicín.

Granada y El Albaicín lloran la pérdida de este monstruo del Flamenco, de este Grande de la Cultura y el Arte de nuestro país y del Mundo. Todo el Mundo del Flamenco llora la pérdida de uno de sus Maestros más insignes, de quien más hizo porque este Arte cruzara fronteras y recorriera cada rincón del Planeta, convirtiéndose ya en Leyenda con mayúsculas del Flamenco, una Leyenda que siempre recordaremos, sin embargo, desde su humildad y cercanía, desde la sencillez de quien, a pesar de ser quien era, nunca renunció a sus orígenes ni a su gente, una gente que jamás lo olvidará pasando ya a formar parte de nuestra memoria común y ocupando un rinconcito, cuando menos humilde como él era, en nuestros corazones.